miércoles, 29 de julio de 2009

Noche de invierno

Hoy he salido por un cigarro al coche y al comenzar a fumármelo y expulsar el humo, volteé hacia el cielo, descubrí algunas estrellas y un avión que atravesaba el firmamento.
Hoy ha sido un día bueno. Mas bueno si al finalizar la jornada, Dios me ha premiado con un puño de estrellas sobre mi cabeza.
Una de ellas, caminaba lentamente hacia arriba, con paso lento y desordenado, tintineaba de forma irregular hacía zigzags, se detenía, avanzaba y retrocedía.
No era una noche tan estrellada como otras que he presenciado, pero ha sido una noche especial.
Ver el cielo infinito me ha recordado mi efímera, nuestra efímera existencia.
Por un momento me alarmé por el tiempo transcurrido, lo que había dejado de vivir, lo que había dejado de hacer y que ya no volvería mas. Me alarmé por lo que aún faltaba por vivir, por los momentos que jamás llegarían, por lo que no estaba en mis manos hacer suceder.
Me transporté a mis noches de campamento en la adolescencia, acompañado de mis amigos o en soledad.
Y todo ha quedado atrás.
No importa con cuanta intensidad haya sufrido o con cuanta emoción y tan profundamente haya sido feliz, todo ha quedado atrás.
La vida tiene esa cualidad, es tan buena que hace del pasado instantes fugaces que jamás volverán y del futuro una ilusiótan falsa que nos obliga a vivir el presente.
No importa cuántos planes se tengan y que bien detallados estén, la vida nos llevará a donde sea necesario vivir.
De tal forma, que la única elección real que tenemos es con quien y de que forma queremos compartir nuestro momento presente, momentos fugaces de eternidad.
Hoy me ha dado “dolor de noche”, mejor conocido como nostalgia y un poco
de melancolía.
Mientras el humo del tabaco recorría mi organismo, calmando mis nervios y
relajando mis pensamientos, me sentí presente, como una minúscula partícula
dentro del vasto universo.
Mis preocupaciones se alejaron con la estrella que al caminar se ocultaba tras
espesas nubes, mi ansiedad se disipó con el humo del cigarro en el aire helado de las
primeras noches de invierno.
Te pensé en un rincón del universo, me vi postrado al otro lado e imaginé a los
millones de personas que al mismo tiempo en que yo cavilaba, se esforzaban, luchaban,
sufrían y gozaban su vida, sin remedio.
Al mismo tiempo en que yo observaba a las nubes cubrir mis estrellas, alguien nacía, alguien moría, alguien lloraba, alguien reía, alguna pareja hacía el amor con
amor y alguna sin amor, alguna pareja hacía el milagro de la concepción y dentro de una mujer comenzaba a gestarse la vida, alguien peleaba, alguien se reconciliaba, alguien dormía, alguien despertaba, alguien recibía noticias buenas y alguien recibía noticias malas, alguien pensaba en mí y yo pensaba en todos ellos...
Suspiraba, suspiraba con mis ojos puestos en el cielo y los pies en la tierra,
suspiraba soñando con volar y poder ver desde arriba a todas las personas que había
imaginado.
Te imaginé en tu pueblo, con el frío nocturno invernal, la humedad en el ambiente, las calles solitarias, las luces encendidas, el calor de las estufas preparándose para la cena, los corazones agitados, la preparación del día de trabajo próximo, el alma ilusionada y constreñida a la vez, y te miré en millones de personas, con dudas, con preguntas sin respuestas, con ilusiones y terquedades, viviendo y sin saber que hacer con su vida...
Me fumé el segundo cigarro, las estrellas se habían ocultado en su totalidad tras una espesa capa de nubes, y sin embargo, el cielo me mantenía enganchado a él, sin
poder apartar mi vista de su inmensidad.
Comprendí todo sin palabras, sin explicaciones, sin necesidad de
argumentación alguna.
La vida es así. Me sentí conforme, sin mayor necesidad que la de aquel cielo con tonos morados que por un momento me mantenía embrujado.
En ese instante, me olvidé de mi mismo y me fundí en el universo en un suspiro, un suspiro celestial.

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